Pasar al contenido principal

1999-2000. Esperanza y sangre: mi año en Urabá

1999-2000. Esperanza y sangre: mi año en Urabá


Los voluntarios Luigi Cojazzi (Italia) y Joke Reijven (Holanda) en la Comunidad de Paz San José de Apartadó [Foto: Jorge Mata/Surimages-IPA]

Articulo publicado en el Boletín especial 15 años, octubre 2009

Andrew E. Miller, voluntario de los EEUU (1999-2000)

En medio de masacres y amenazas contra la Comunidad de Paz de San José de Apartadó, PBI comienza una presencia permanente en la región.

Mi estancia en Urabá como voluntario de PBI, desde  abril de 1999 hasta finales de febrero del año 2000, se encajó entre masacres.  La primera noche en Turbo, miembros de Justicia y Paz pasaron por la casa para mostrarnos un video. Era una entrevista con Catalino, ex líder comunitario chocoano, anunciando que se había «volteado» y que desde entonces sería  integrante paramilitar bajo el mando de Carlos Castaño. Como acababa de llegar, todavía no entendí mucho de lo que decía, pero la gravedad de sus palabras fue evidente por la reacción atemorizada de mis nuevos colegas. Me contaron que había señalado hasta a las monjas de la región de supuestas colaboradoras de la guerrilla. No demoró mucho la reacción que casi inexorablemente sigue a este tipo de acusación pública en Colombia.

La noche siguiente, un domingo, incursionó un comando paramilitar en la Comunidad de Paz  de San José de Apartadó. Mataron a tres personas, incluyendo a  Aníbal Jiménez, uno de los fundadores de la comunidad1. Así es la lógica de la guerra,  atemorizar a la comunidad para aniquilar su resistencia contra los actores armados. PBI no tenía presencia física en el corregimiento en ese preciso momento, pero nos llamaron en la mitad del sangriento acontecimiento. Aprendí sobre la marcha como funciona una activación de PBI, empezando con una ráfaga de llamadas toda la noche y una salida hacia la comunidad a primera hora de la mañana siguiente.

Durante los días siguientes se produjo una arremetida paramilitar en el Bajo Atrato. Incursionaron en varios asentamientos pertenecientes a la Comunidad de Paz de San Francisco de Asís, en zonas cercanas a Riosucio, y asesinaron por lo menos a 12 personas2. Además, secuestraron a un grupo de líderes para un diálogo forzoso con el mismo Carlos Castaño acerca de las acusaciones de Catalino. Desmintieron estos falsos señalamientos y luego fueron dejados en libertad, pero seguían temiendo por sus vidas.  

Así fue la bienvenida que Urabá me regaló. Me estaba preguntando ¿Pucha, pasa esto cada fin de semana? Más tarde me di cuenta que estos acontecimientos significaron una nueva etapa en la evolución del conflicto armado en Urabá.

En aquel momento, la gente de Cacarica que había sido desplazada durante la Operación Génesis en  1997 todavía ocupaba el Coliseo de Turbo y varios albergues urbanos.  Dado que muchos de los causantes del desplazamiento  andaban por el mismo pueblo, hacíamos rondas cada día visitando los sitios donde permanecían los desplazados. De vez en cuando acompañábamos a grupos de trabajo que cultivaban unas parcelas chiquitas en las afueras del pueblo y a los líderes desplazados en sus actividades cotidianas.

Con el asesoramiento de la Comisión Intercongregacional de Justicia y Paz, se organizaba el retorno masivo a sus territorios en el Darién. Fijaron múltiples fechas durante 1999 para la salida, pero las condiciones no lo permitían y tuvieron que postergar su retorno varias veces. En octubre, acompañamos  una  exploración de varias misiones preparatorias para el retorno. Personalmente, fue una de las experiencias más significativas durante mi año. Pasamos una semana con un grupo de ochenta personas desplazadas, lo cual ofrecía un espacio de acercamiento más humano. Se notaba un cambio en el ánimo de la gente que, por fin, salía de los confines del Coliseo hacia  sus tierras fecundas con una alegría evidente.

Mientras tanto, las amenazas contra San José de Apartadó se agudizaron. Interlocutores de la Iglesia nos contaron que Carlos Castaño había acusado personalmente a la comunidad de abastecer a la guerrilla y prestar su teléfono comunitario para que organizara secuestros y asesinatos en el Eje Bananero. A partir de este momento, PBI inició una presencia constante en la comunidad e intensificó su trabajo político de prevención para evitar una nueva incursión.  Temíamos que pasara algo durante las navidades. Nos equivocamos de fecha, pero la preocupación no era infundada. 

Un fin de semana de  febrero fui a la Comunidad de Paz para un acompañamiento rutinario.  Junto con el otro voluntario, Jorge Ruiz, subí a pie hasta La Unión, un corregimiento a una hora y media de San José. Bajamos por la tarde a cenar con los líderes de la comunidad y los acompañantes permanentes de Justicia y Paz. Terminando la cena, empezamos a mirar el noticiero de la noche. Apenas arrancó, nos asustaron unos tremendos sonidos provenientes de la plaza central, justo afuera de la Casa Misionera.  BOOM, BOOM, BOOM reverberaron disparos de armas largas. Pronto vimos siluetas de múltiples hombres armados y vestidos de camuflaje andando por la comunidad. No lo supimos hasta más tarde, pero ya habían fusilado con la ráfaga inicial a su primera víctima, Albeiro Montoya.

Durante la incursión, grupos de hombres armados buscaban sus blancos con la ayuda de dos personas encapuchadas que los iban identificando. En la sala de billar encontraron al panadero Mario Urrego, quien me había vendido pancitos dulces la semana anterior. Según un testigo, él dijo: «tranquilos, es el ejército»3. 

No se tranquilizaron.  Con razón, porque forzaron a Urrego a pararse en la puerta de su casa y lo ejecutaron con un disparo en la cabeza, frente a su familia.  Así procedieron con otros dueños de dos tiendas pequeñas, Luis Ciro y Alfonso Jiménez. Finalmente, entraron en una misa evangélica, que continuó durante todo el ataque pese al sonido inconfundible de disparos.  De ahí  sacaron a un chico, Uvaldo Quintero, y lo asesinaron a quemarropa en la calle 4.

Jorge y yo nos mantuvimos en la Casa Misionera con los líderes comunitarios y acompañantes de Justicia y Paz. Utilizando un teléfono satelital llamamos cada tres minutos a la casa  de PBI en Turbo para informar al equipo de la situación. Éste, a su vez, se comunicó con la oficina en Bogotá para iniciar una serie de llamadas nacionales e internacionales. Mientras tanto nos posicionamos en la escalera por si acaso subían los armados. No lo hicieron.

Veinticinco minutos después de que empezó, recibimos noticias de que el grupo había salido por la carretera hacía Apartadó. Como documentó Justicia y Paz, varios testigos aportaron informaciones indicando que la incursión era un operativo conjunto entre miembros de la decimoséptima Brigada del Ejército y paramilitares. Hubo  mucha presencia militar cerca de la comunidad durante todo el día y uno de los hombres encapuchados fue identificado como un ex-guerrillero que se había entregado al Ejército el mes anterior. 

Mantuvimos, junto con los miembros de la comunidad, vigilancia toda la noche. Casi nadie pudo dormir por miedo a otra incursión. A la mañana siguiente llegaron otros dos brigadistas para relevarnos a Jorge y a mí. Salí con una fuerte sensación de vergüenza por no haber podido evitar lo que pasó. Pensé: «tengo el privilegio de salir mientras los miembros de la comunidad tienen que seguir padeciendo estos atropellos».

Antes de estos hechos yo tenía muchas ilusiones de acompañar a la primera fase del retorno a Cacarica, que se dio por fin el 1 de marzo del año 2000. Sin embargo me perdí la ocasión por un día, ya que regresé a Bogotá el 28 de febrero, rumbo a mi país. Dentro del Proyecto decidimos que lo más estratégico sería impulsar el caso de la Comunidad de Paz en Washington DC. Con el respaldo de aliados allí, llevé una campaña de incidencia dentro del Congreso y con el gobierno estadounidense. Tres meses después del día de la masacre, salió una carta del Congreso, firmada por 49 miembros de la cámara baja, expresando una grave preocupación sobre lo que pasó en San José de Apartadó.

Así terminé mi año con PBI, aprendiendo en carne propia que la presencia internacional no es suficiente para frenar el conflicto en toda su brutalidad. No tenemos un poder especial para convertir en flores las balas que apuntan a sus víctimas. Sin embargo, las comunidades y las valientes personas que trabajan en la defensa de los derechos humanos siguen pidiendo nuestra  presencia. Siguen diciendo: «Por favor, no nos abandonen».  Aun con dificultades, quince  años después, las comunidades de resistencia en Urabá persisten. Y PBI no las ha abandonado.

--

1 Informe: «COLOMBIA: Retorno a la esperanza – Las comunidades desplazadas de Urabá y del Medio Atrato»,  Amnistía Internacional, Junio de 2000 (Páginas 13 – 14)

2 Ibíd., página 38

3 Carta de la Comisión Intercongregacional de Justicia y Paz al Presidente Andrés Pastrana Arango, 20 de febrero de 2000

4 Acción Urgente, Amnistía Internacional, 21 de febrero de 2000

 

 

Tres años construyendo juntos 

Juan David Villa Gómez, Equipo CINEP Urabá (1999 – 2002)

En 1999, las comunidades de la región del Bajo Atrato en el departamento del Chocó, estaban en su proceso de retorno escalonado. Acompañamos este proceso junto con la Diócesis de Apartadó y la parroquia de los padres Claretianos de Riosucio.  En ese momento, el equipo del Centro de Investigación y Educación Popular (CINEP) trabajó con escasos recursos.  Para nosotros, esto implicaba un riesgo por las mismas condiciones de la región, caracterizada por un amplio territorio, sin vías de acceso en el que nos debíamos mover en embarcaciones pequeñas y sin mayor protección que una insignia religiosa o una bandera.  Ante tal situación, aún sin una amenaza explícita, pensamos  que el acompañamiento de PBI en el terreno podría disuadir a los actores armados evitando ataques contra nosotros y contribuir a nuestra capacidad de movilización a nivel institucional para actuar ante instancias estatales.

Para nosotros, la presencia de PBI significaba un símbolo, un testimonio, una presencia abstracta que se llama «comunidad internacional.» Gente solidaria de tantos países, que dejaron de lado un lugar seguro y cómodo para compartir destino con quienes intentamos construir un mundo mejor en estos escenarios de conflicto, guerra y muerte. Durante esos tres años PBI fue nuestro referente de seguridad y protección basada no en la fuerza sino simplemente en la presencia, en la fe, en la confianza en otro mundo posible y en la creencia en el valor de la vida y la necesidad de hacer reales los derechos.